Hace años contemplé
una escena que siempre he recordado por curiosa. El otro día, un acontecimiento la
hizo volver a mi memoria.
En aquella ocasión,
dos coches estaban parados, uno detrás del otro, esperando salir desde un
aparcamiento, que en realidad era un descampado, a la calle. El de delante lo
conducía una chica; el de detrás, un “señor”. Y la colocación tiene su
importancia.
En un momento dado, la
muchacha debió dar marcha atrás para dejar paso al vehículo que circulaba por
la vía a la que ambos deseaban incorporarse. En esta maniobra, no vio al que
estaba detrás y le golpeó levemente en el parachoques. El resultado, una
levísima grieta.
El hombre bajó, miró
su coche y, mientras ella permanecía callada, le soltó todas las lindezas
que se le iban ocurriendo, incluida la más obvia.
Mi coche esperaba a
que terminaran y me dejaran salir, mientras yo alucinaba; no podía entender por
qué ella no se defendía.
Finalmente, cuando él
se cansó de hablar solo, o decidió que ya había dejado claro lo que pensaba, se
produjo el siguiente diálogo:
- Ella: ¿has terminado
ya?
- Él: sí
- Ella: pues ahora,
demuestra que yo tengo la culpa.
Subió a su coche y,
con toda la tranquilidad, se marchó.
El hombre se quedó de
pie, plantado, con una cara digna de ver. La mía no debía ser menos poema,
debido a la admiración que la reacción de la chica me había producido.
La otra tarde era yo
la que intentaba aparcar.
En el hueco cabían
casi dos vehículos, la calle era de doble carril en cada sentido, no venía
nadie y nadie que estuviera esperando detrás me ponía nerviosa; pero me había
pegado demasiado al vehículo de delante y, al salir para empezar de nuevo, teñí
su guardabarros de gris y mi puerta de azul.
No había excusa salvo,
imagino, que estaba pensando en Babia.
Al bajarme del coche
pensé que sólo por casualidad llevaba bolígrafo y papel en el bolso. Escribí mi
nombre y mi número de teléfono, garabateé unas disculpas, dejé la hojita en su
limpiaparabrisas y me marché. Después, debía quitar el sonido del móvil.
Cuando volví a
conectarlo, por supuesto tenía una llamada perdida.
Mientras me decidía a
devolverla, me acordaba de la historia anterior, me preguntaba con quién me encontraría
al otro lado, y sopesaba la posibilidad de que fuera un energúmeno. Después de
todo, mucha gente toma a la tremenda los avatares de su vehículo.
Me contestó un chico
que ni siquiera llegó a decirme su nombre. Tenía una voz joven y agradable,
cordial y atractiva. Tras identificarme, empecé a contarle lo sucedido y a
reiterarle mis excusas.
Me interrumpió:
“olvídalo. Le puede pasar a cualquiera”. A continuación me preguntó si yo estaba bien.
Tenía razón en lo que dijo. Pero, no es
tan habitual que, alguien a quien le hemos abollado el coche, nos alegre la
noche con su actitud, su comprensión y sus buenos modales.
Por eso, mi amable
desconocido, aunque nunca llegues a enterarte, gracias.
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