Señor presidente:
Verá, yo suelo empezar
todas mis cartas con un “Estimado señor tal”. Como usted no es mi estimado, he
buscado en todos los diccionarios a mi alcance posibles sinónimos, menos
positivos, de esta palabra. No he encontrado ninguno que me pareciera oportuno,
así que nos tendremos que conformar, ambos, con esta presentación tan oficial.
Supongo que no le
importará demasiado porque, efectivamente, de oficialidad se trata (por si
acaso fuera necesario, aclaro que me refiero a la segunda acepción del Diccionario de la RAE).
Bien, al contrario que
usted, eternamente presente, no tengo acceso a la televisión, la radio o los
periódicos; nadie siente un interés público por mí; nadie repite hasta la
saciedad mis palabras como si crearan cátedra. Resumiendo, que soy, como ustedes
gustan decir, una ciudadana perfectamente anónima; de esas a las que solicitan,
cada vez que su situación lo requiere, que usen la papeleta con el logotipo
de su partido.
Pero, mire usted, tampoco
aparezco en las estadísticas porque, por raro que pueda parecerle, tiendo a
situarme en el lado que usted y los suyos no ven.
Por cierto, que como
ciudadana que siente a su Administración tan cercana como si comiera con ella
todos los días, le solicitaría a su ministro de Ciencia e Innovación un
programa de investigación para conocer qué rápida mutación genética o
alteración de la Física ha permitido que a ustedes sólo les lleguen la
información y los datos que se acomodan a su realidad. Le aseguro que me parecería
un fin interesante para mis dineros.
Así que, como algo
había que hacer, he decidido, por supuesto para evitar que mis palabras se
malinterpreten o se saquen de contexto, comunicarle directamente mi actitud;
además por escrito, para que en su oficina puedan ponerle, espero que
mañana, el oportuno sello de “recibido”.
Ahora le ruego que
perdone mi descortesía. No he sido consciente, hasta este momento, de que no
tiene ni idea de quién soy. Se lo cuento brevemente y, aunque no sueño –ni me
importa- su comprensión, espero que, al menos, admita que puedo tener mis motivos.
Primero las malas
noticias. Hoy he ido a la manifestación.
Sí, aunque no lo crea,
yo era uno de esos miles que seguro que sus informantes no verán. Fíjese,
estaba tan segura de que no me verían, que hasta me he hecho una foto. En ella aparezco,
rodeada de unos cuantos “pringuis”, destrozándonos las gargantas. La tengo en
casa.
Debe creerme, señor.
Aunque en la foto no se oiga, le aseguro que gritábamos. Si estaremos locos; claro
que nos consolaba el hecho de que, en caso necesario, todavía podíamos acudir
el Hospital de La Princesa, que no quedaba muy lejos.
Señor presidente, en
este momento puedo imaginar los diálogos con sus colaboradores esta noche:
-
¿Cuántos eran hoy en
la manifestación?
-
Más menos que más,
unas mil personas.
-
¿Y dieron mucha guerra?
-
Qué va. Era una marcha
silenciosa.
Aparte de este desliz,
me considero una persona socialmente responsable. Estudié el bachillerato y la
carrera mientras trabajaba, ocho horas diarias, sábados incluidos, con un
sueldo miserable. Así salí del analfabetismo funcional al que estaba destinada. Después,
la educación me condujo al uso –y disfrute- de la cultura.
Muchos años hace ya
que pago los impuestos que me corresponden. Y, pese a que sé que esto le
parecerá extrañísimo, le comunico que me molesta más su empleo para el
mantenimiento de privilegios que el hecho de pagarlos.
Cotizo a la Seguridad
Social y, aunque por suerte rara vez he hecho uso de sus servicios, créame que
su existencia me daba fe en mi
futuro y en el de la humanidad.
Imagínese si soy
socialmente responsable que hasta tengo hijos-vacas; porque incluso en las
épocas de mayor depresión la sociedad necesita personas que realicen los trabajos
que no se ven. Le rogaría que no olvidase este detalle.
Señor presidente,
puesta a ser sincera, tendré que reconocer mi vicio con el café; más de uno diario
y, si es posible, acompañada. Y lamento comunicarle que no está en mi mente
dimitir de esta debilidad. No pienso permitir que nadie se inmiscuya en mis
–para mí- importantes relaciones. No señor.
No sé si me comprende,
pero en este país, la mayoría de adultos desayuna con esta infusión; así que,
cuando alguien dice que se acabó el “café para todos”, a mí me suena a “hambre para quien le toque”.
He de reconocer sin
embargo que, desde hace un tiempo y hasta cierto punto, he desconectado de la
realidad. La cantidad y cualidad de las malas noticias continuadas es tan
intensa que no puedo digerirlas.
Le ruego que me
perdone si le parece que salto de un tema a otro; se debe, sin duda, a que
no me gustaría que mi postura se prestara a equívocos.
Como le iba diciendo,
a pesar del letargo que me amenaza, hago lo que puedo
para continuar en la brecha.
Estoy segura de que le
gustará saber que últimamente no participo en ninguno de los
múltiples actos que el resto de ciudadanos tiene a bien llevar a cabo. Así, salvo error u olvido, no me visto de
negro los viernes, no salgo a la puerta del trabajo a protestar y no llevo
pegatinas que me identifiquen. Usted estará encantado de saber que no me
significo y a lo mejor le extraña esta actitud. Pero es que a mí, los actos
testimoniales, ni fu ni fa.
Ya le he comentado que
me considero una ciudadana responsable. Como tal, me parece normal que vendan
el Estado a cambio de favores (a quién pueda devolvérselos) y que se disminuyan
las ayudas a los parados (total, ya comerán en casa de algún familiar). Los
desahucios me llegan de refilón porque yo ya tengo mi casa; y que se le inyecten
cantidades ingentes de dinero a los bancos para que se dediquen a
rentabilizarlo me parece de cajón, después de todo, el dinero es su fin.
Todavía me quedan unos años para llegar a la pensión y me trae al pairo pagar un euro por receta. Tampoco me importa la subida del IVA ni que los jóvenes se queden sin cobertura sanitaria básica a los veinticinco años (total, son jóvenes; ya se buscarán la vida). Por supuesto, me patinan todos los escándalos de corrupción y los juicios a los políticos, pasados, presentes y futuros, que cuenta la televisión.
Todavía me quedan unos años para llegar a la pensión y me trae al pairo pagar un euro por receta. Tampoco me importa la subida del IVA ni que los jóvenes se queden sin cobertura sanitaria básica a los veinticinco años (total, son jóvenes; ya se buscarán la vida). Por supuesto, me patinan todos los escándalos de corrupción y los juicios a los políticos, pasados, presentes y futuros, que cuenta la televisión.
Sinceramente señor,
las subidas bestiales de las tasas académicas no me preocupan, ni tampoco la
reforma laboral, ni la privatización de los servicios públicos. No son de mi
incumbencia el desmantelamiento de la investigación, la ciencia o la cultura.
Vivo al margen del efecto dominó que todo esto provoca en la sociedad, y me
importa un comino la triste herencia que les dejaremos a nuestros descendientes
(total, yo no estaré allí para verlo).
Seguro que algunas
cosas se me olvidan, pero, como le iba diciendo, todo esto me da lo mismo; porque
lo que de verdad me interesa es mi familia. Le aseguro que para mí es lo fundamental. Y últimamente varios hechos encadenados me han llevado a replantearme y cambiar mi actitud.
Me gustaría contárselo, por si tiene a bien tenerlo en consideración, aunque cuento con que
no estará en el primer punto del orden del día en una agenda tan ocupada como
la suya.
Le cuento.
Resulta que una
persona muy cercana, pongamos por caso una hermana, hasta el curso pasado trabajaba
para una de esas empresas que proporcionan trabajo basura a muchos ciudadanos,
gracias a lo que ustedes llaman externalización
de servicios. Pero un buen día decidió tener otro hijo-vaca.
A consecuencia de su
antojo, se encontró embarazada y sin trabajo porque, le dijeron, “un embarazo
es muy largo”.
Y, ni se imagina usted
cómo me sentí cuando me comunico estas noticias una a continuación de la otra, la vorágine de sentimientos encontrados que se me desataron; aunque,
para serle sincera, lo que de verdad me preocupó, lo que me llevó a cambiar mis
planteamientos, fue la duración del embarazo.
De pronto dejé de
dormir. ¡Qué horror! Mi hermana se había convertido en elefanta. Como podrá
imaginar, no me atrevo ni siquiera a mencionar el tema, menos teniendo en cuenta
su actual susceptibilidad hormonal.
Así que, ahora, cada vez
que nos vemos, la espero con ansiedad, con una cierta curiosidad y con mucho
temor, preguntándome qué aparecerá ante mis ojos.
Apenas aparece, la escruto intentando descubrir el mínimo síntoma de transformación; la
miro de arriba abajo, toco su piel, busco indicios de trompas, calculo a ojo el
tamaño de sus orejas, observo sus brazos por si algún leve cambio pudiera
indicar su transformación en patas, controlo si aún camina verticalmente. Así
continuo hasta que, a su vez, ella empieza a mirarme de forma extraña.
Pero nada. Todavía no
he detectado el mínimo síntoma que indique que mi querida hermanita pudiera estar transformándose en paquidermo.
No obstante, no crea
señor presidente que esto me tranquiliza. Más bien al contrario, me conduce a
dudas peores sobre mí misma. Porque ahora me pregunto si lo que está mutando es
mi percepción de la realidad y por eso no puedo distingur cambios evidentes.
Podrá comprender que
esto es un sin vivir. Y, lo peor de todo, sigo ansiosa y sin poder dormir.
Como no me gustaría
mutar de esta manera, y tener un elefantito por sobrino me plantearía muchos
problemas prácticos, como eficiente tía que quiero ser (imagíneme llevándolo al cine a ver Dumbo), decidí de golpe que las cosas no podían continuar así.
En ese momento tomé la decisión, irrevocable, de hacer huelga. Simples motivos familiares y
afectivos, ya le digo.
Como los suyos. ¿O no?
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