Empezaré con una confesión. Me gusta el cine, me gusta más en el cine y son
muchos los títulos que gozan de mi favor.
¡Vaya novedad!
No sería capaz de hacer una lista ordenada que contemplara siquiera mis cincuenta
películas preferidas, pero conozco, perfectamente, cuáles dos colocaría en un
primer lugar intercambiable.
No he visto ninguna de ellas en una sala, y tampoco en el vídeo les ha
llegado su momento. Sin embargo, cada vez que las pasan por televisión, alguna
magia inexplicable impide que yo me mueva del sofá hasta que aparece el famoso
“The end” en la pantalla.
Resumiendo, que las he disfrutado unas cuantas veces.
Una de 1942 y la otra de 1961; ambas en blanco y negro. Las dos tienen actores
estupendos, primeros planos que me encantan, escenas que disfruto de antemano mientras
espero a que lleguen, y un final con interrogantes. Ambas tienen la capacidad
de sorprenderme siempre que vuelven.
¿Por qué me gustan tanto?
Una, por la belleza real de Ingrid Bergman y el aparente cinismo de
Humphrey Bogart; porque es una película sobre los ideales; por la escena de La
Marsellesa; por la mirada de Rick cuando descubre que Laszlo ama a Ílsa tanto
como él. Y creo que lo que más me gusta es el final, con la renuncia al amor y
la bienvenida a la amistad. Me gusta, también, porque París es una metáfora de
instantes y amores, a los que la convivencia no destrozó.
De la segunda, lo primero que disfruto es la ambivalencia del título en
castellano; en mi opinión mucho más gráfico que el original (para variar). La opción
entre dos vocablos, y su planteamiento como una pregunta que, cuando la
película termina, nunca soy capaz contestar.
Me gusta porque plantea los límites y las opciones del individuo en la
sociedad y frente al poder; un poder que, en el caso que nos ocupa, intenta controlar
todos detalles hasta conseguir acomodar la realidad a una idea. Me gusta porque
habla de miedos íntimos, y de lo fácil que resulta convertirse en monstruos
cuando la situación nos facilita el camino.
Me encanta la escena, casi al final, en la que la cámara nos proporciona un
primer plano del magistrado Ernst Janning, -que, hasta ese momento, no ha
pronunciado palabra-, mientras se levanta y exclama “pero, ¿es que vamos a
empezar otra vez?”. Y cuando, acosado por el sentimiento de culpa, le confiesa
al juez Haywood que desconocía el punto de locura alcanzado, me parece
antológica la respuesta: “se llegó a eso la primera vez que usted condenó a un
hombre sabiendo que era inocente”.
Bueno, a estas alturas imagino que todos sabéis cuál es la primera película.
Pero creo, que sólo aquellos de vosotros que conocéis mejor mis filias y mis
fobias, habréis adivinado que estoy hablando, también, de ¿Vencedores o vencidos?
Doy por supuesto que conocéis al protagonista masculino de Casablanca. El intérprete principal de la
segunda es Spencer Tracy.
Pasemos página.
Una tarde en que los planes no habían salido según lo previsto, andaba yo
paseando por el bulevar del Paseo del Prado, ensimismada con mis asuntos, cuando
me encontré, sin esperarlo, con la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, a la
que no presté mínima atención.
Continué, caminando y hablando conmigo –por fortuna, sólo para mis adentros-,
hasta que un libro me llamó. Lo habían colocado en medio de una caseta, con la
portada hacia el exterior; letras blancas en relieve sobre fondo negro.
¿Título? Bogart. ¿Subtítulo? En busca de mi padre. ¿Autor? Stephen H.
Bogart.
Sentí una súbita -pero no casual- curiosidad por conocer cómo se enfrenta
el hecho de tener a un mito por padre. Más si el mito lleva muerto desde que el
hijo era un niño.
Por supuesto, compré el libro.
Y, por supuesto, no encontré la respuesta que buscaba, porque el autor
habla (de modo bastante superficial) más de la ausencia, que de la fama.
También se pregunta por el origen del mito. Sin llegar a conclusiones
definitivas, mi idea es que el hombre real y la imagen que el cine dio a este
actor, a través de sus películas más conocidas, se acomodan bastante bien. Transmiten coherencia.
Por las hojas de esta publicación van apareciendo casi todos los personajes
conocidos de la época dorada de Hollywood; como si estuvieran de visita fugaz en
el salón de nuestra casa.
Así, mientras lo leía descubrí que el mejor amigo de Humphrey Bogart, el
último que lo había visto con vida, era Spencer Tracy.
Mis dos películas favoritas –relacionadas sólo en mi mente, y sólo por este
hecho-, escondían, entre sus planos, la amistad de sus protagonistas.