martes, 25 de septiembre de 2012

A mis magas



En mi temprana juventud oía decir a menudo, sobre la amistad, a los que me ganaban en la balanza (y el balance) de los años, algo que me resistía a aceptar: los amigos podían contarse con los dedos de una mano. Ahora, ya me sobran dedos.

Algún tiempo después llegó a mí por primera vez otra obviedad: los amigos se eligen; la familia (a excepción del marido, supongo), nos viene impuesta.

No tengo tan claro si los amigos se eligen, nos eligen o los elegimos; si son consecuencia de necesidades afectivas complementarias coincidentes en el tiempo, o de la pura casualidad; si cada uno de ellos llena un vacío que nos completa; si son la manera de explicarnos a nosotros mismos, a través de afinidades encontradas –y valoradas- por encima de las diferencias.

Sí creo que, entre todas las relaciones humanas, la amistad es la más libre; incluso para desatar sus propios nudos. Aunque pueda decepcionar –¡qué dolor!-, no pide, no exige, da sin comprometer.

Los amigos nos animan a perseguir nuestros sueños, aunque nos dirijan por un sentido distinto a los suyos. Nos entienden sin palabras cuando buscamos entre otra mucha gente, porque sabemos que la encontraremos, su mirada cómplice; cuando su sonrisa encuentra la nuestra.

Con ellos nos permitimos el lujo de hacernos vulnerables, contándoles nuestras debilidades, dándoles herramientas que pueden herirnos (incluso, de muerte). Sólo la confianza que les tenemos nos permite ser tan kamikazes.

Nos devuelven en voz alta -como un eco-, con un gesto que deshace cualquier dramatismo, miedos, pensamientos y soluciones  que nos negamos a expresar con palabras.

Comparten nuestra vida y nuestro tiempo, pero nunca pretenderán elegir por nosotros. Ante nuestros proyectos descabellados, valorarán, de forma más objetiva que nosotros mismos, ventajas e inconvenientes; nos avisarán de los riesgos y nos comunicarán que podemos escornarnos.

Y, cuando efectivamente escornados, volvamos a contárselo, su respuesta será un abrazo; y dos palabras: ¿cómo estás?

Nunca estas cinco: “ya te lo decía yo”.

A los amigos les entristece, pero no les importa, vernos llorar.

Chicas, sois  una gota de agua en los océanos. Pero mi universo sin vosotras, aquí y ahora, sería mucho más desierto.

Gracias

jueves, 20 de septiembre de 2012

Tres horas para toda la vida


NOTA: Se advierte a los posibles lectores de que esta reseña es absolutamente subjetiva y puede inducir a desacuerdos.

Lugar: Palacio de los Deportes de la Comunidad de Madrid (la acústica, aceptable).

Fecha de compra de las entradas: 20 de marzo de 2012 (esta vez llegamos a tiempo).

Fecha del evento: 19 de septiembre de 2012 (todo llega, si el cuerpo resiste).

Hora: 22:00.

Acompañantes: mi hijo, mi amiga, sus hijas y su hermana.

Título del evento: Dos pájaros contraatacan.

Pájaros principales: Serrat y Sabina.

Pájaros secundarios: los músicos y todo el equipo técnico.

Pájaros extras: el público que abarrotaba el recinto. Colgado el cartel de “no hay billetes”.

Lo mejor: los temas cantados siguiendo el ritmo original, independientemente del intérprete.

Lo peor es evidente: los experimentos con canciones que llevan muchos años conmigo.

Temas asesinados: De cartón piedra  y Princesa.

Mejor canción de Serrat: Señora (a pesar del vértigo que produce escucharla desde el otro lado de la barrera).

Mejor canción de Sabina: me cuesta elegir, pero puestos a ello, Yo me bajo en Atocha.

La apoteosis: llegó con Cantares (y no fue el final).

Mi pensamiento de la noche: a la vuelta, en el metro, abarrotado a la una de la madrugada de un miércoles, verificar que un montón de gente a la que no conozco, y que no volveré a encontrar, comparten mi afición por estos dos eternos trovadores de vida y sentimientos.

Mi estado de ánimo al finalizar el concierto: extasiado.