Un mismo martes de mayo se revelaron los elementos
naturales en dos lugares distintos. El agua destrozó una pequeña parte del
mobiliario doméstico y el fuego se ensañó con un auditorio, rompiendo la
perspectiva de un concierto apetecible por diferentes motivos. Por suerte, el
aire estuvo calmo y la tierra no tembló.
Varias cosas por solucionar, una tarde que rellenar en la
agenda, y a otra cosa.
Organizamos nuestras vidas en torno a horarios habituales
que repetimos sistemáticamente. Y empleamos parte del tiempo que nos queda
libre en organizar nuestro tiempo libre.
Así, hacemos continuamente planes: grandes o pequeños,
lejanos o cercanos, importantes o indiferentes; seguros, posibles o probables.
Incluso, en ocasiones, prevemos alternativas coincidentes.
Entre tanto ajetreo
queda espacio para improvisar. Una llamada que no podemos ignorar; una
propuesta a la que no podemos -o no queremos- renunciar; aquello que no corría
prisa, pero que el paso de los días ha transformado en urgente; el amigo que nos
necesita. Tantas y tantas cosas.
De vez en cuando, la casualidad mete mano y nos obliga a
cambiar las previsiones. También esto forma parte de una normalidad que nos
permite economizar pensamientos.
En la otra realidad que son nuestros ensueños, pasamos el rato preguntándonos acerca de cosas -improbables- a las que asociamos la
capacidad de cambiarnos la vida si, por casualidad, la conjunción se
transformara en adverbio y el punto en acento. Qué pasaría, que haría yo si (me
tocaran un millón de euros en la lotería, coincidiera con mi galán de Hollywood
en el ascensor, encontrara el trabajo soñado...).
Rara vez estimamos sin embargo, en lo que significan,
todos los pequeños síes independientes, vulgares, mil veces repetidos, e insignificantes
en apariencia que, al coincidir por azar en un instante, nos conducen a caminos
imprevistos y a una realidad que ya nunca podrá ser la planeada.
Nosotros tampoco.