Nunca había yo pensado en las relaciones que mantenemos con nuestras actividades cotidianas. En concreto, nunca había pensado en los distintos ánimos con los que cocinamos. Guisar suele ser una actividad rutinaria que mi disco duro aprovecha para tramar, mientras tanto, mil historias diferentes.
Un día de la semana pasada cociné, por primera vez en mi vida, una fabada, para compartirla con gente que nunca había probado mis guisos. Me habían asegurado que era muy fácil, pero no las tenía todas conmigo. Y mientras aquello hervía y a la vez yo preparaba otras viandas, pensaba en la película Como agua para chocolate, que vi hace tanto tiempo.
No me acuerdo de su final: de hecho, casi he olvidado su historia; pero recuerdo perfectamente el principio, cuando la protagonista reivindica el “mucho amor” entre los ingredientes de cada plato. Volveré a verla.
El domingo de la misma semana, por circunstancias, estaba sola en la cocina de una casa que no era la mía. Y esto es muy divertido; porque si quieres tomarte un café y buscas el azúcar, encuentras la harina; decides beberlo amargo y vas a buscar la leche, momento en el que aparece el azúcar; y cuando ya te has tomado algo parecido a un café, amargo y con leche desnatada (que era la que estaba a mano en la nevera), vuelves al armario tratando de encontrar cualquier cosa y ¡bingo! por fin aparece la leche… cuando ya no la necesitas.
Tenía mucho tiempo por delante y nada en qué ocuparlo; vi unas lentejas encima de la mesa y decidí cocinarlas. Primero junté todos los ingredientes y utensilios necesarios que, esta vez sí, encontré al primer intento.
Me lo tomé con mucha calma. Partí muy despacito los ajos y los pimientos; también la cebolla que, por primera vez desde que llevo gafas, me hizo llorar; lo sofreí todo a fuego muy lento y continué, con la misma parsimonia, hasta que el guiso estuvo listo.
Recordé vagamente la película; pero en este caso, mi mente volvía, una y otra vez, a “Estos días azules y este sol de su infancia”.
Con Machado rememoraba una niñez que no viví, porque no era la mía, y fue antes que yo. Tal vez el luminoso cielo azul de la mañana me llevaba, mecánicamente, a asociar las ideas. Estos versos siempre me han evocado un círculo que se cierra; una vida que vuelve al principio porque presiente su fin.
Por cierto, según todos los comensales, la fabada estaba buenísima. Las lentejas también.