He intentado huir del fútbol pero el tiempo no me ha
sido favorable: llovía.
Me he inventado entonces un plan B sobre lo marcha: leer
los artículos más ligeros que tengo pendientes en los favoritos del navegador y
eliminarlos (que es lo que más me gusta) después. Así he llegado a una lectura sobre pelos.
Con el título en principio explícito de «En defensa del pelo rizado», la publicación comenta de modas, pelos y oportunidades, de
sociología, modelos y discriminación, de marcas, dinero y oportunidades.
Habla de más cosas, pero no habla de mí.
Mi pelo es rizado (muy rizado) y abundante (muy abundante,
antes más) y nunca sentí que perdiera la oportunidad laboral de mi vida por
ello (tal vez porque me acomodé demasiado pronto y no hubo opciones), tampoco
me sentí discriminada (por ello).
Sólo me sentí fea.
Pasé mis primeros años con el pelo corto. Después, en
el periodo en el que se construye la autoimagen que quedará para los restos, transité
por la última infancia y la adolescencia en un mundo de poca gente y de nula
variedad entre porqué no te cortas el pelo y cuando te peinas o viceversa de
los adultos, de algunos adultos, siempre de los mismos.
Supongo que para muchas crías eso habría sido ni fu ni fa. No fue mi caso, aunque por fortuna con el tiempo las cosas
cambiaron.
Cuando mi círculo social se amplió los mensajes de
vuelta dejaron de tener un único significado, y un día descubrí que mi pelo era
cómodo, luego que tenía ciertas ventajas. Después, que me gustaba.
Esa fue mi venganza, pero no el final de la historia.
Porque mis hijos (los dos) no se creen el cambio
producido en mi percepción de mi realidad subjetiva y ante el mínimo comentario
de mi persona hacia sus (respectivos) apéndices pilosos capilares, tienen una respuesta
comodín: «yo no tengo la culpa de que tú tengas un trauma con tu pelo».
Bueno, la tenían (la respuesta) porque ya no les hago
comentarios sobre el tema.