domingo, 29 de mayo de 2016

Perspectivas

He intentado huir del fútbol pero el tiempo no me ha sido favorable: llovía.
Me he inventado entonces un plan B sobre lo marcha: leer los artículos más ligeros que tengo pendientes en los favoritos del navegador y eliminarlos (que es lo que más me gusta) después. Así he llegado a una lectura sobre pelos.
Con el título en principio explícito de «En defensa del pelo rizado», la publicación comenta de modas, pelos y oportunidades, de sociología, modelos y discriminación, de marcas, dinero y oportunidades.
Habla de más cosas, pero no habla de mí.
Mi pelo es rizado (muy rizado) y abundante (muy abundante, antes más) y nunca sentí que perdiera la oportunidad laboral de mi vida por ello (tal vez porque me acomodé demasiado pronto y no hubo opciones), tampoco me sentí discriminada (por ello).
Sólo me sentí fea.
Pasé mis primeros años con el pelo corto. Después, en el periodo en el que se construye la autoimagen que quedará para los restos, transité por la última infancia y la adolescencia en un mundo de poca gente y de nula variedad entre porqué no te cortas el pelo y cuando te peinas o viceversa de los adultos, de algunos adultos, siempre de los mismos.
Supongo que para muchas crías eso habría sido ni fu ni fa. No fue mi caso, aunque por fortuna con el tiempo las cosas cambiaron.
Cuando mi círculo social se amplió los mensajes de vuelta dejaron de tener un único significado, y un día descubrí que mi pelo era cómodo, luego que tenía ciertas ventajas. Después, que me gustaba.
Esa fue mi venganza, pero no el final de la historia.
Porque mis hijos (los dos) no se creen el cambio producido en mi percepción de mi realidad subjetiva y ante el mínimo comentario de mi persona hacia sus (respectivos) apéndices pilosos capilares, tienen una respuesta comodín: «yo no tengo la culpa de que tú tengas un trauma con tu pelo».
Bueno, la tenían (la respuesta) porque ya no les hago comentarios sobre el tema.


miércoles, 11 de mayo de 2016

Los molinos. El molino. Mi molino

Hoy he echado de menos a mi padre.

Escuchando las canciones con las que siempre lo recuerdo hoy lo he echado de menos; a él y a tantas cosas perdidas con el pasado.

Después he rescatado un texto.

Si obviamos el corto y pego, convendremos en que las palabras escritas tienen la virtud de la permanencia, aunque ello no implique significado único. El transcurso del tiempo, los volátiles estados de ánimo o nuevas experiencias cambiarán las implicaciones del mismo texto leído o releído.

El rescate que ahora presento lo escribí como un ejercicio para el curso que frecuenté en 2014. Su título completo era Escritura y autoconocimiento. Lo impartía un psiquiatra.

Al leerlo en clase tuve una fuerte sensación de que al profesor le desconcertaba la última frase, pero se quedó sólo en eso, en una sensación, porque él nunca nos daba las respuestas. Como buen psiquiatra, nos mostraba caminos por los que indagar.

Su reacción me condujo a su vez a preguntarme si me había pasado; cuando escribo transito siempre entre la amplitud de la polisemia y los límites de la autocensura. Pedí opinión a dos personas: a una le parecía un final estupendo y la otra convino en que sí era excesivo. Tampoco aquello aclaraba nada, por lo que puse el texto a dormir en una carpeta virtual.

Hasta hoy. He vuelto a leerlo  y he decidido publicarlo como en su momento lo escribí.

Va por ti, Orejas.

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Ya no existen los molinos, no en el sentido originario de la palabra; si acaso algunos quedan vacíos de contenido, esparcidos por La Mancha como recuerdo de otros tiempos; o quizás podamos encontrar  restos de sus aparejos y de su arquitectura en hoteles y casas rurales reconvertidos, que nos ofrecen descanso y el intento inútil de recuperación de una parte del mundo que se fue.

Aquellos viejos molinos tenían el infinito en el movimiento sin traslación de las aspas y de las muelas, en los círculos de sus giros empujados por el aire o el agua.

En mi familia siempre existió El Molino, así, con un artículo determinado que lo personalizaba. Y sobre él he construido mi molino,  con los cimientos de certezas imaginadas, porque el verdadero se hundió en épocas que no abarcan mis recuerdos más allá de piedras caídas, y de zarzas que nos pinchaban las piernas mientras jugábamos y recogíamos las  avellanas.

Sólo a través de memorias ajenas he sabido que yo sí pasé algunas noches y días de mi primerísima infancia entre trigo, harina y enseres de la molienda, entre los múltiples tíos y primos de una familia numerosa. Una de las pocas verdades reconvertidas por las que me sentí diferente, única y privilegiada.

También a través de recuerdos de otros he conocido el aislamiento de la vida en un lugar situado en medio de ningún sitio, he imaginado las complicaciones cotidianas cuando el río se desbordaba, he mitificado el largo camino necesario para llegar a cualquier lugar, he absorbido la miseria y las miserias, los egoísmos y los heroísmos de gente anónima en los difíciles tiempos de una guerra no vivida.

Por todo mi recorrido puedo rescatar recuerdos de El Molino.

Y de mi molino, que es añoranza de infancia y de inocencia, y una penúltima tarde de verano y charla tranquila a la sombra de un patio con punzante consciencia del fin.

Mi molino es el ruido de fondo de mi vida, nostalgia y cimientos, otras vidas hechas propias, viejas fotografías que pierden colores y ganan intensidad.

Mi molino es mi padre.

domingo, 1 de mayo de 2016

Día de...

Mi madre son sólo recuerdos.

Mis hijos partieron hacia miles de kilómetros en direcciones opuestas.

Feliz día Día del Corte Inglés.