María: si el final de esta
historia consigue arrancarte una sonrisa, será mi recompensa.
Eva compartía nombre y el ADN
mitocondrial con la primera mujer de la historia; pero no había sido creada por
Dios en el paraíso el séptimo día para compartir la soledad de un hombre, sino
que era la hija normal de un polvo nacida a las cuarenta semanas.
En contrapartida, su proceso de
maduración duró muchos años y se produjo sin un modelo claro, ni nadie que le
sirviera como referente para todo lo que no comprendía.
Su infancia fue la de una niña
buena boba de la que su currículum no registró ni un triste accidente infantil,
y desconoce si tuvo ángel de la guarda porque jamás necesitó poner a prueba al
suyo. Desde una época temprana supo que los demás no compartirían su mundo.
Así, por comodidad y falta de recursos, aprendió a acomodar sus actos a los gustos
ajenos
Intuyó muy pronto cómo
funcionaban algunas cosas que no le gustaban, pero como nadie le iba a dar explicaciones
decidió archivarlas en algún lugar recóndito, donde no dieran mucho la lata.
Eva sigue recordando cómo, cuando alguna vez escuchó valoraciones negativas referidas
a sus silencios y a su aparente indiferencia, se comió la rabia y siguió en su
mundo.
Entre la maraña de su memoria asoman
las raras ocasiones en que tuvo la osadía de proponer ideas beneficiosas para
todos, pero siempre acaba con la impresión de que aquellas iniciativas se hicieron realidad no por insistencia suya, sino porque alguien con un mayor
ascendiente lo consideró oportuno a posteriori.
Así creció, vivió y aprendió
Eva. Entre silencios y síes se acomodaba dedicando el tiempo libre a cosas que
sólo a ella le interesaban. Eligió el camino fácil de hacer lo que le indicaban
y dejarse llevar y, cuando no existían órdenes directas o rutinas establecidas,
dejó de hacer.
Aprendió a no valorar su vida y
a olvidarse de las preguntas. Aprendió a interpretar las circunstancias en
función de sus miedos.
Su persona se fue ampliando con
numerosos adjetivos que se le quedaban pegados a la piel mientras se
adaptaba a las nuevas definiciones. Y cuando, en medio de un ataque de
mal humor, intuía que algo no iba bien, soñaba despierta esperando que amainara
el temporal.
A pesar de no haber frecuentado
nunca clases de teatro, Eva interpretó numerosos papeles y fue una estupenda
actriz.
Hasta que una crisis repentina se llevó para siempre la agridulce sensación de normalidad.
A partir de ese momento, dudó.
Y se preguntó. Se preguntó, sobre todo, sobre sí misma.
Y descubrió que ninguna de las
respuestas obvias le servía; es más, descubrió que las más obvias eran las que
menos le servían.
Entonces enloqueció. Y habló,
habló y habló de todos los temas con cualquiera que estuviera dispuesto a
devolverle algo interesante. Consigo misma, con las mismas gentes de siempre y
con otras que nunca hubiera imaginado.
Sintió vértigo y miedo de las
respuestas, pero continuó. Puso distancias. Tuvo claro qué cosas ya no
ocuparían su tiempo. Decidió hasta dónde estaba dispuesta a llegar.
Durante todos esos meses de
conversaciones y soliloquio, Eva había olvidado el poder de los hábitos
prolongados.
Fue entonces cuando sonó su
teléfono. Una breve conversación.
Sí, sí, vale, vale, de acuerdo…
Mientras se llamaba GILIPOLLAS
sintió la rabia infinita ascendiendo por el esófago.