martes, 12 de marzo de 2013

Los padres de Valentina



La siguiente tarea del taller literario consistía en dar vida a los padres de nuestro personaje. Se me ocurrió retratarlos desde el punto de vista de una de las hijas de Valentina.
Viernes, doce de octubre, lejos de mi casa y con la perspectiva de una gripe tempranera, me siento en el fin del mundo. No me gusta esta época del año, cuando la luz disminuye y la Astronomía nos lleva, sin remedio, hacia días cortos y noches eternas.
Tal vez por todo esto, tal vez porque echo de menos a alguien querido con quien conversar de cosas banales, tal vez simplemente porque toca, esta tarde pienso en mi madre, a la que imagino disfrutando su lectura, con el cuerpo calentado por la mantita, pero sola.
Su soledad hace que me sienta culpable, pero ella se encargó de dejar muy claro que ya había soportado a demasiadas personas a lo largo de su vida, y que quería disfrutar de sí misma el tiempo que le quedara. Una decisión que, cuando la expuso, me enfadó, pero al final me condujo a admirarla. Y a disfrutar mejor de nuestros encuentros a lo largo del año. Ahora rememoro los retazos de su infancia que han llegado hasta mí.
Puedo ver a mi abuelo. Un hombre que se casó relativamente pronto y, con la misma rapidez, se encontró viudo y con dos niños cuando la primera mujer murió en el parto. Con los años mi madre me comentó su convencimiento de que se había vuelto a casar porque desconocía qué hacer con sus hijos. Con la nueva mujer, llegaron siete niños más, hasta completar un total de nueve. Mi madre hacía el número cuatro entre los hijos de su padre y el número dos entre los de su madre. Pero la primera de sexo femenino entre todos.
Este dato, sin duda, marcó diferencias.
Siempre realizó duros trabajos el abuelo Anastasio, y siempre llevó a casa el dinero imprescindible para comprar lo poco que necesitaban en una economía de supervivencia. Primero fue cantero, sacándole las tripas más duras a la tierra de sol a sol.
Después, un buen día, se enteró de que en un lejano pueblo de Valladolid alguien tenía necesidad de un pastor de ovejas. En el sueldo miserable se incluía una casa donde vivir y él, que ya tenía un hijo y seguía viviendo con sus padres le pareció que la oferta podía incluir una posibilidad de futuro independiente.
Fue allí donde después conoció a mi abuela y la eligió entre todas las mozas de la época para criar a sus hijos y continuar.
Siguió allí una dura vida hecha de madrugones y trescientos sesenta y cinco días laborables cada año, de soledad en el campo con las ovejas de su amo y las pocas suyas que, a lo largo de mucho tiempo, consiguió. Algo que consideraba todo un éxito porque de ellas obtenía la leche para toda la familia, podían vender algún cordero y quedarse algún otro que, junto con el cerdo anual que también criaban, les permitía obtener la carne necesaria.
En invierno pasaba más tiempo en casa, pero no en la casa. Las ovejas parían y había que estar pendiente, había que alimentarlas en el establo, ponerles la sal en las canales y cuidar que no se perdiera ninguna cría.
En el ambiente social de mis abuelos, los hombres pasaban el poco tiempo que les quedaba libre en la cantina, bebiendo un chato de vino a granel, o compartiendo un porrón de cerveza. Siempre con otros hombres.
En aquella época ellos no solían implicarse en la organización doméstica y él no fue una excepción. Se limitaba a ir bautizando a los hijos cuando llegaban, si el niño conseguía llegar al bautizo. Sólo cuando sus hijos crecían y podían serle de ayuda, les dedicaba la atención necesaria para enseñarles todos sus útiles conocimientos. Y no era mal maestro; para esto demostró tener una infinita paciencia.
Recuerdo a mi abuelo como una persona poco o nada comunicativa, capaz de coger un cordero recién nacido con toda la ternura posible, pero incapaz de hacerle una caricia a otro ser humano. Fue un hombre rudo, como casi todos en el ambiente de una época en la que al sexo masculino no le estaba permitido manifestar sentimientos.
No obstante, no fue un padre ni un marido tirano, y sólo en contadas ocasiones se le fue la mano con sus hijos. A pesar de esta ausencia de padre, mi madre le ha agradecido siempre el empeño que puso en que todos sus hijos, incluidas las chicas, aprendieran a leer, renunciando incluso a sus horas de ayuda para él. Por lo visto su teoría era “que así les seguirían engañando… pero menos”, pero a mi madre le sigue pareciendo una rareza.
Mi abuelo vivió para trabajar. Era un hombre fuerte, con una salud de hierro, y un buen día se marchó sin darnos tiempo a despedirnos.
Y así, de golpe, mi abuela debió adaptarse al cambio. Y, por supuesto, el cambio consistió en irse a vivir con mi madre, la única hija que le quedaba en el pueblo.
La abuela Clemencia hacía honor a su nombre en cierto sentido. Siempre era clemente con el fin de que su marido no se enfadara. Evitaba hasta dónde le era posible contarle los pequeños conflictos familiares, su cansancio por la pelea continua con tantos chiquillos, los malos momentos de los continuos embarazos, los quebraderos de cabeza cuando la ropa estaba tan gastada por el uso que no aguantaría para el hijo siguiente.
Era clemente porque pensaba que el hogar era su reino; pero también estaba convencida de que el mundo lo ocupaban hombres y mujeres y cada uno tenía su cometido, bien separado y sin posibilidades de mezcla. Así había sido siempre, y ella haría todo lo posible para que las cosas continuaran igual.
Ella había nacido en Íscar, hija pequeña de la familia, su padre falleció al poco tiempo de su nacimiento dejándola huérfana, pero con un montón de hermanos mayores con la tarea bien aprendida y las labores bien divididas. Mi abuela siempre sintió que tuvo muchos padres y muchas madres, todos con papeles perfectamente asignados.
Mamó ese ambiente de aprendizaje y, cuando todos se fueron casando y se quedó sola con su madre, de alguna manera asumió que se quedarían juntas el resto de su vida.
Un buen día mi abuela se enteró de que había llegado al pueblo un pastor joven, de nombre Anastasio y estado civil casado. No le dio ninguna importancia. Después él enviudó, y ella sintió un poco de pena, sobre todo por los dos niñitos, pero todo continuó igual.
Hasta el día en que su madre, mi bisabuela, le comentó que él le proponía matrimonio. Después de pensarlo un poco, decidió que no parecía mal hombre, que era bastante bien parecido y que tampoco tendría muchas más posibilidades en el pueblo. Así, aceptó la propuesta y las dos, mi abuela y su madre, trasladaron sus pocas pertenencias a casa de mi abuelo.
Clemencia se encontró de golpe con dos hijos putativos, un marido casi ausente, una madre que le ayudaba siempre y a ratos la incordiaba, y todo el trabajo del mundo por hacer. Tuvo que adaptarse sobre la marcha, y se adaptó según lo que conocía del funcionamiento de su propia familia. He de decir que fue una buena madre para esos dos niños, que nunca hizo diferencias y que, hasta el momento de su muerte, fueron para mí tan cercanos como el resto de los tíos.
Enseñó a sus hijos que debían ayudar a su padre en cuanto su edad se lo permitiera, y a sus hijas a mantener la casa, cuidar de las personas de la familia, realizar todos los trabajos para satisfacer la alimentación diaria y para poder calentarse en invierno. En definitiva, enseñó a sus hijos a ser buenos pretendientes y a sus hijas a estar preparadas para buscar marido.
Mi abuela no iba a la taberna, y sus únicos ratos de relax los constituían las charlas insustanciales con las vecinas y, si acaso, alguna partida de cartas el día de la fiesta. Mi abuela nunca sabía qué responder cuando mi madre le preguntaba por qué ella debía cuidar de sus hermanos pequeños los días de fiesta, mientras los chicos se vestían de domingo y se iban a jugar a la calle. Mi abuela le enseñó muchas cosas a mi madre, pero jamás contestó a sus preguntas.

Por eso a veces, como en esta tarde nostálgica, me gusta pensar que mi madre decidió vivir sola tras la muerte de mi padre para poder encontrar por sí misma todas las respuestas que en su infancia le fueron negadas.
FIN DEL RELATO.
Lo que viene a continuación es el comentario de la profesora a mi escrito. Después de leer su respuesta he vuelto a hacer lo propio con mis personajes.
Y he llegado a la conclusión de que quizás ella ha sido un poco condescendiente, pero me gusta lo que dice.
"Me gusta mucho cómo habla de sus padres, los pequeños detalles que les dan vida, la madre, leyendo con su mantita, en esa tarde tranquila. Ese abuelo capaz de coger con ternura a un cordero pero incapaz de acariciar la mejilla de alguien.  Ese tipo de detalles que tan bien retratan a alguien. Y este texto está plagado de ellos. Tienes una gran sensibilidad para captar la realidad.  Muy buen trabajo".

2 comentarios:

  1. Me alegro de que tu "profe" este de acuerdo con tus amigas. Siempre he pensado que la sensibilidad con que tratas tus personajes es lo que transmite vida a tus escritos y lo que a mi me llega.
    Sigue escrbiendo Pilar porque hay dias que te leo y ese día ya tiene sentido.

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    1. A mis días contribuyen a darles sentido tus comentarios, nuestros cafés, nuestras charlas, nuestros comentarios sobre nuestros buenos y malos momentos, nuestras excursiones, nuestros análisis, nuestros cines, nuestros teatros... y nuestra AMISTAD.
      Besos,

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