Las Navidades
me regalaron este año sensaciones nuevas, diferentes y agradables.
Aparte de los
encuentros justos, y por ello deseados y disfrutados, con la familia, en quince
días cupieron todas las actividades que me permitieron dedicarme el tiempo:
cine, teatro, conciertos, exposiciones y numerosas visitas a diferentes lugares
de Madrid, que me dejaron la sensación de una ciudad paseada con placer.
Entre idas y
venidas caí en la cuenta de que, en tan poco trecho, se habían cruzado en mi
vida cinco Marías.
Con dos de
ellas me encontré una tarde en la exposición titulada Mitografías y organizada por la Fundación Canal. Diez personajes
del siglo XX, presentados a través de fotografías familiares. No estaban todos
los que fueron, y fueron todos los que estaban a excepción de uno al que,
personalmente, nunca hubiese incluido en la lista.
Ocho hombres y
dos mujeres. Marie Sklodwska y María Kalogeropoúlou; o, lo que es lo mismo,
Marie Curie y María Callas. La primera cambió su apellido por el de su esposo;
la segunda por uno más fácil de recordar.
Las dos
abrieron puertas, rompieron moldes, recorrieron caminos nuevos, fueron
reconocidas y quedaron en la historia. A las dos las marcó su relación con un
hombre, si bien en sentidos diferentes. Creo que, con las características de la
sociedad en su época, sólo el fallecimiento de su marido posibilitó la
concesión del Premio Nobel, en solitario, a Marie Curie.
De Onassis,
mejor no hablamos.
Una nos dejó su
ciencia y sus descubrimientos; la otra su arte para la posteridad y una vida
digna del mejor libreto para una ópera. Ambas nos trasmitieron su ejemplo de
mujeres libres.
De ambas eran
las dos fotografías que más me gustaron en la exposición. La primera, de Marie
Curie en la Residencia de Estudiantes, en Madrid, única representante del sexo
femenino (marca de la casa) entre importantes intelectuales de la época. Año
1931.
La otra, de La
Callas, guapísima y toda glamour,
llegando a Lisboa, en 1958, para representar La traviata.
A la siguiente
María la reencontré una noche, por casualidad, en la televisión. West side story me trasportó a la
primera vez que la vi, en un cálido atardecer de agosto. En un viejo cine de
verano. En Jávea.
Romeo y Julieta, con la acción
trasladada a Nueva York y a los años sesenta, una banda sonora fantástica y una
María-Julieta que no muere, pero es alcanzada de lleno por la tragedia en la
que desembocan los juegos de juventud, combinados con ideas preconcebidas y malentendidos,
cuando no se columbra un Norte posible.
Con la
penúltima María me encontré en el musical Sonrisas
y lágrimas.
No suelen
gustarme los cuentos de hadas con final feliz; pero si es verdad que la
excepción confirma la regla, esta película forma parte de mis excepciones.
Muchas veces me he preguntado el porqué sin haber llegado, hasta la fecha, a
ninguna explicación plausible. ¿La música? ¿La historia? ¿Los niños? ¿El
triunfo de la bondad? ¿El optimismo que transmiten sus personajes? ¿La
realización de los sueños?
Continúo
buscando respuestas.
La María que me
queda es la más real de todas y la más importante para mi persona.
La que nos
propuso clausurar las Navidades 2012-2013 compartiendo un desayuno de chicas. Una experiencia nueva para el siete de enero, aprovechando que era festivo.