Una noche del último agosto, a años luz de este momento, visitamos el Museo
Dalí de Figueras. Era una época en la que mi persona tenía una especial disposición
para el disfrute del arte.
Me gustó. Y entre las cosas que puedo recordar, llamó mi atención una
escultura: un busto, similar a cualquiera de escayola fabricado en serie. Pero,
a diferencia de estos, un cajón abierto -justo en medio de la frente- me sugirió
la tranquilidad de poder hacer lo mismo cuando sentimos que la realidad nos supera.
La tarde del viernes estuvimos en el teatro y, por fin, tras varios intentos baldíos,
disfrutamos de un gran chéjov. No
entiendo los motivos de tanto experimento con los clásicos; son
clásicos, precisamente, porque el mensaje mantiene la actualidad a pesar del
tiempo transcurrido desde que fueron escritos. Las adaptaciones pueden,
difícilmente, estar a la altura.
Tendré que darle las gracias a María, porque yo casi había tirado la toalla
con este autor. Cuando salimos pensé que a Shakespeare aún le queda la
esperanza de que nosotras podamos disfrutarlo.
Ayer quedaron justificadas pasadas frustraciones. La puesta en escena, los
fantásticos actores y el texto, me llevaron a estar pendiente de cada palabra,
de cada gesto y del conjunto que les daba unidad, mientras una fina lluvia de
ideas calaba mi cerebro.
Creo, además, que en esa tarde de solsticio de invierno, mi espíritu
necesitaba esta obra.
Una obra que contrapone los sueños a la realidad y nuestras pequeñas historias
a la Historia; la rutina del día a día a la permanencia del recuerdo, fragmentado
por olvidos inevitables que lo transforman en mentira.
A través de la vieja nodriza, plantea la –para mí, supuesta- seguridad en la
que vive la gente sencilla que no se hace preguntas. Que se limita a existir,
podríamos decir. Personas que jamás tendrán alguna posibilidad de elección en la sociedad.
Habla de diferencias entre la propia imagen y la imagen que proyectamos;
de las inseguridades de los que se sienten perdedores, frente a la ufanía de
los que se creen ganadores, acordes con los destellos que su pequeña sociedad les
devuelve; de la facilidad de asumir el éxito y la falta de recursos para
asimilar fracasos.
Nos dice de la nimiedad de nuestros pequeños triunfos enfrentados a la seguridad de la
muerte. Y, por último, de la necesidad de continuar adelante con lo que somos; o
lo que creemos ser, que viene a ser lo mismo. Olvidados de preguntas que no
llevan a ninguna parte porque jamás estaremos incluidos en el lastre que podamos
soltar.
Como siempre, cuando la función terminó, tomamos una cerveza donde siempre.
Sin duda tenemos rutinas sin importancia que hacen importante nuestra rutina.
Y que pueden provocar que, al terminar de la noche, quede pendiente una
conversación por acabar.
A la vuelta del Caribe.