jueves, 19 de septiembre de 2013

Riassunto, fine e principio




Viernes, 6 de septiembre

Resumen de catorce días por Emilia Romaña, el Véneto y la Lombardía, cuya publicación han retrasado hasta ahora la falta de tiempo y mi posterior pérdida interesada en una aldea sin Internet.

Si pincháis en el mapa  podréis apreciar  todos los detalles en un tamaño más apropiado.

Para leer el texto, ya sabéis. Pestaña “más información”.

Como siempre.

Todo comenzó con una propuesta de Guillermo a la que en principio dije “no”, añadiendo que yo estaba demasiado vieja y él demasiado flaco para una aventura semejante.

Tras preguntarme por las posibilidades de que volviera a surgir otra oportunidad que hiciera realidad un sueño de tanto tiempo, cumpliendo tantas expectativas, cambié en el acto de opinión.

El primer trabajo consistió en planear el itinerario, y el segundo en dividirnos las tareas: yo me encargaría de todo lo relacionado con hoteles, reservas, entradas y medios de transporte (incluyendo la compatibilidad de horarios) y él buscaría cualquier cosa que pudiera ser de nuestro interés en los lugares que visitaríamos durante el periplo, teniendo en cuenta, además, toda la información práctica.

A partir de ahí pasamos mucho tiempo en los ordenadores, amortizando el recibo del ADSL.

Un rato después mientras escribo estas líneas puedo evocar aquella ilusión, transformada ya en alimento para nuestras memorias, de muchas maneras diferentes.

Olvidándonos del coche y el avión que nos trasportaron hasta y desde el primer y el último destino, nos hemos movido con los pies, en bicicleta, en autobús y en tranvía; hemos viajado en vaporetto, en barco, en metro y, por supuesto –de eso se trataba-, en tren.

En autobuses y tranvías aprendimos que podíamos colarnos, porque la amabilidad de los conductores no llegaba hasta la posibilidad de explicarnos dónde podríamos obtener los billetes. Lo descubrimos el último día, cuando ya no nos era necesario.

En tren hemos recorrido 1.308 kilómetros, en viajes de ida y vuelta o sólo de ida, directos o con paradas en algunas de las estaciones intermedias.

Hemos pululado por once ciudades italianas diferentes, incluidas en tres regiones distintas hasta llegar a tener, algunos días, tal falta de claridad en las ideas, que confundíamos de forma sistemáticas el nombre del lugar al que nos queríamos referir (esto último, sobre todo, yo).

Desde la distancia parece que empiezo a tener las cosas más claras.

 Mientras, recuerdo el aspecto medieval de Ferrara; su via delle Volte, el castillo de los Este y las murallas circundantes; el festival en la calle, los músicos y sus instrumentos, habituales algunos,  extraños e inverosímiles otros; al chico que no pudimos aplaudir porque no terminaba nunca de dialogar con su guitarra. De modo especial recuerdo al grupo de tirolés, cuyas gaitas e instrumentos de percusión se escuchaba en toda la plaza, y a los que nos resultó tan difícil acercarnos.

De Módena, a pesar de las obras que evitaban contemplar su fachada, me quedo con la catedral, la plaza adyacente y la zona centro; el patio de la Biblioteca Estense y los cafés en la terraza a 1,20 euros cada uno.

En Rávena son los mosaicos bizantinos de sus monumentos los que merecen que nos perdamos por allí al menos un día de nuestra vida, san Vitale y san Apolinar, el baptisterio y los mausoleos. En esta ciudad me sorprendió el descubrimiento de que también en Italia la pasta uede estar mal cocinada.

En Bolonia volvería al mismo hotel, al centro histórico, a los grandes paseos,  a la tranquilidad y a la contemplación de sus tejados desde la Torre Asinelli, a los soportales que la hacen genuina, a su buena situación geográfica, cerca de muchas otras ciudades importantes y a su buena comunicación ferroviaria. Volvería a vivir también las múltiples pequeñas casualidades que nos condujeron al encuentro con Elena.

Por cierto que allí un camarero nos habló de su tradicional maratón (en realidad es media) el tercer domingo de septiembre y en la que los participantes que consiguen terminar la carrera tienen como premio… un plato de espaguetis. Muchos se entrenan subiendo y bajando las rampas, escaleras y soportales que conducen al santuario de Nuestra Señora de San Lucas.

Pero desconozco si, como nosotros, los atletas se encuentran el parque y la iglesia cerrados cuando al fin consiguen llegar arriba.

Vicenza no estaba en nuestro planes cuando comenzamos la preparación de la aventura; pero un error mío en la reserva y una recomendación posterior de Anita nos llevó a incluirla en el recorrido.

Gracias a este error quedaron en mis sentidos su maravilloso Teatro Olímpico y la simetría de la Villa Rotonda, sus pinturas, la colina sobre la que se asienta y sus vistas diferentes desde cada uno de sus costados; el señorío de sus calles y construcciones y el deseo de volver a perderme por sus lugares siguiendo la ruta de Palladio.

Nuestra pérdida del tiempo, esperando a un autobús que llegó tarde y nos condujo a perder un tren, se convirtió en oportunidad (que aprovechamos) de mantener amena conversación con un matrimonio de Calabria en nuestra misma circunstancia.

San Antonio de Padua tiene maravillosas pinturas al fresco  que sólo pudimos contemplar a medias debido a los trabajos de restauración. Todas las ciudades por las que hemos pasado tienen infinidad de muestras de este tipo de arte.

Las previsiones decían que el día uno de septiembre quitarían los andamios, pero nosotros abandonamos la ciudad el 29 de agosto.

Recordaré así mismo la tranquilidad y la comodidad de las dos ruedas; la plaza Prato della Valle (la más grande de Italia, peatonal, y a la que dimos unas cuantas vueltas en bicicleta, incluyendo una última en honor de la nostalgia, antes de devolver los vehículos); la capilla de los Scrovegni con las pinturas del Giotto cuya entrada, a través de una salita intermedia en la que quedamos encerrados entre dos puertas, nos llevó a recordar la espera de los prisioneros en las cámaras de gas (todo sea por el bien de los frescos).

También con Padua quedarán asociados el Palazzo della Ragione, la estatua ecuestre del Gattamelata y la pizza más rica de mi vida.

Lo mejor de Venecia fue la recuperación de mi carné de identidad, la conversación posterior con Guillermo sentados en una terraza y la exposición de Manet en el Palacio Ducal.

A continuación tendría que añadir la llegada a la ciudad por ferrocarril y los paseos por sus calles a pesar de las multitudes; el placer de colarme en un Freccia sin que pasara el revisor, porque si esperaba al tren siguiente hubiera llegado una hora más tarde a mi cita; la simpatía de los camareros en el restaurante en el que cenamos, el paseo por el Canal Grande y la seguridad de que siempre me gustaría volver a pasearla.
En el camino, sólo han quedado dos cosas pendientes.

Una, que creo que Guillermo me recordará toda la vida. Debido a que el departamento económico (o seasé, yo) consideró que se salía del presupuesto, eliminamos de nuestro recorrido el monte Cervino.

La otra era la celebración, el día uno de septiembre, de la Regata de las Antiguas Repúblicas Marineras. En ella participan Amalfi, Génova, Pisa y Venecia y de su existencia era yo una absoluta desconocedora hasta que leí un cartel en esta última ciudad.

Se lleva a cabo cada año en un lugar, de forma consecutiva y por turnos: costa amalfitana, golfo de Génova, río Arno o Gran Canal. En la carrera, barcos antiguos rememoran esplendores de otras épocas luchando por conseguir el trofeo (que representa una galera), en una lucha incruenta de 2.000 metros.

Este año la anfitriona era la Serenissima; y la fecha, el domingo 1 de septiembre. Nuestros planes contemplaban dejar esta ciudad el día anterior; pero sintiendo que era una oportunidad única, estudiamos todas las maneras en las que podríamos organizarnos para posibilitar nuestra presencia en el evento

Finalmente renunciamos. Porque regata y ópera coincidían en la misma jornada y porque los horarios de trenes (ida y vuelta) hacían imposible compatibilizar los horarios.

De Verona destacaría el animado ambiente de sus calles hasta altas horas de la madrugada y el puente Scaligero, el parque Cesare Lombroso y las terrazas de la plaza Brà donde cenamos; las gentes distinguidas, las calles amplias y sus recoletas y hermosas plazas; la ópera con efectos especiales de tormenta, la multitud de nacionalidades que la contemplamos y el fervor patriótico de un chico en la grada de enfrente, que con el último suspiro de Aida gritó “viva Verdi”.

El recuerdo literario de Shakespeare en la ciudad.

A falta del galán por excelencia de los tiempos presentes, de Como me quedan en la memoria la tranquilidad de la ciudad, los verdes de la vegetación y el azul del cielo teñido de brumas, la serenidad de los paisajes, la tranquilidad del lago y la transparencia de sus aguas. La comida sosegada a horas imposibles en muchos lugares de Italia y la serenidad de un día pasado en el campo.

De Parma me sobrarán siempre el calor, el cansancio y el enfado con Guillermo y me faltará la belleza del baptisterio, la frescura del auditorio de música y el placer de contemplar la exposición Verdi en la prensa, disfrutando de mi única compañía.

Cuando pienso en Milán me invade la alegría del reencuentro. Incluyendo en él todos los monumentos visitados y el pequeño lujo del café en la Galleria Vittorio Emanuele, que, al final y por comparación, no fue tan caro.

Más allá del disfrute de los sentidos, conmigo han viajado de vuelta las nuevas relaciones entre lo aprendido y lo ya sabido, que me ayudarán a comprender e interpretar la realidad y me conducirán a la búsqueda de nuevas respuestas. Las palabras españolas nuevas, la pérdida del miedo a expresarme en italiano y la seguridad de poder mantener conversaciones variopintas como la última, en el avión de vuelta, con la señora que venía a Madrid para disfrutar de su nieta los próximos quince días.

Importantes han sido (por inesperados) los largos paseos sin prisa con las bicicletas y la sensación de sentirme a ratos más viajera que turista.

Formará también parte de mi futuro el recuerdo de la relación con Guillermo; otro Pepito Grillo, con opiniones que casi siempre sitúa en las antípodas de las mías; y que,  aparte de actuar como mi conciencia recordándome todos los fallos que yo cometía al hablar, ha dado el visto bueno a mi diario del viaje y me ha comunicado que le gusta.

Más allá de los capuccini que hemos compartido y de su descubrimiento de que le gusta el café, hemos disfrutado de amenas conversaciones, de anécdotas y de alguna que otra confidencia; hemos sido capaces de encontrar un equilibrio  entre su cuadrícula y mi anarquía; creo que él se ha sentido mayor, independiente y libre; y, cuando en Padua decidimos concedernos un cese temporal de la convivencia intensiva, descubrimos el procedimiento para rebajar tensiones.

Como elemento tangible quedan las fotos, los regalos que nos hicimos (mientras duren), y las entradas que he ido publicando en este blog. Para el futuro próximo, la lectura de los libros que las ciudades paseadas me fueron evocando.

Ellos formarán parte de la continuidad entre mis recuerdos y mis proyectos.

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