Nunca se había sentido su ojito derecho, tampoco el
izquierdo; si acaso el apéndice, que nadie sabe para qué sirve salvo cuando
duele y hay que extirparlo.
También era consciente de que podía romper su natural cobardía
dejando los razonamientos para mejor ocasión y acomodándose a la circunstancia.
Sabía que podía ser fuerte.
¿Sabía?
Sin nada mejor que hacer, o sí, pero no era tiempo de
opciones, había decidido acompañarla en su espera.
La sintió empeorar con la urgencia de no perder el
tiempo, y reclamar con ahínco una presencia distinta consciente
del fin de su historia en aquel momento detenido. Tal vez por el hábito de toda
una vida, por el placer de un último deseo satisfecho, por la última traición
del inconsciente. Acaso el miedo le jugó una mala pasada definitiva. Quizás no
podía ser de otra manera.
Calculó mal los hechos e intentó salir del
paso con evasivas. Hasta que le quedó claro que esta vez no servirían cuentos
chinos. Cuando llegaron los profesionales cogió sus trastos y utilizó el baño
como excusa.
En la calle apagó el teléfono y se dirigió al metro. Confirmó
que tenía una tarjeta de crédito con saldo, la documentación y un libro en el
que concentrarse.
En Atocha
estudió sin prisas destinos y horarios. Después compró un billete para Irún.