A propuesta de Jorge visitamos hace unos días la exposición World Press Photo.
El concurso del mismo nombre entrega tres premios
individuales en cada una de los apartados, galardones a los mejores reportajes,
y elige la fotografía del año. Después, las imágenes inician un periplo por el
ancho mundo, y en su paso por el Círculo de Bellas Artes las encontramos.
Es un certamen sobre imágenes de prensa, por lo que las
categorías coinciden más o menos con las diferentes secciones de los
periódicos. Entre las que vimos, muchas explicaban vidas, lugares y costumbres
alejadas de nosotros; demasiadas contaban desastres de todo tipo, más
artificiales que naturales, ocurridos en un lugar pero trasladables; también
estaban representadas la hermosura de la naturaleza y la belleza del esfuerzo en
algunos deportes.
Siendo, como soy, una nefasta fotógrafa, y dejando de lado
cuestiones técnicas de las que no tengo ni idea, según las sensaciones que me
provocan me atreveré a clasificar las fotografías en tres grupos diferentes.
Y a comentar algunas de ellas con su ausencia, porque no
tengo muy claro el tema de los derechos de reproducción, y no me gustaría que
también Google me echase de sus dominios, lo que implicaría que tendría que
dejar de publicar estas cositas que de vez en cuando se me ocurren.
Así, el primer grupo está constituido por las imágenes en
las que me seducen la composición o los colores, por motivos que nunca puedo
definir del todo; tal vez sean la oportunidad, el equilibrio o el desequilibrio,
la armonía o el contraste, la luz o su ausencia, la bruma o la oscuridad.
No lo sé.
A esta categoría pertenece la ganadora absoluta este año del
concurso.
Ocho hombres, en tres planos distintos de lejanía elevan sus
teléfonos tanto como la longitud de sus brazos se lo permite; ocho sombras negras,
verticales en contraste con la horizontalidad de la playa y el cielo. Y una luz
azulada con los únicos contrapuntos del blanco difuso de la luna llena y la
nítida blancura de las pantallas de los móviles.
También en este grupo incluyo la perfecta simetría de un
nadador.
Sus pies, sus manos, sus piernas, sus brazos, sus dedos, sus
músculos, la raya del fondo de la piscina, y los juegos de la luz con las
formas del agua en movimiento, todo es divisible por dos. Todo me lleva a
pensar en la técnica y el tiempo escondidos tras semejante dominio del cuerpo.
Un cielo gris que amenaza lluvia en contraste con un mar en
calma perfecta, la línea de costa en la lejanía, un pájaro que se aleja, la
enorme cola de una ballena en primer plano, y las dos cuerdas tensas que la
sujetan mientras es izada a un barco, son el contenido de otra bellísima
fotografía, en la que la aleta partida del animal me habló de su lucha invertida
en perder una guerra.
El segundo grupo de mi clasificación personal lo forman las imágenes
que sólo comprendo del todo cuando leo el texto que las acompaña. Digamos que a
primera vista no me entero.
Como aquella en la que, sobre un aséptico fondo blanco
aparecen dos prendas, sucias, habituales, y perfectamente colocadas, como si calentaran
y cubrieran un cuerpo, pero sin cuerpo. Sudadera roja y pantalones vaqueros.
La interpreté de manera diferente cuando leí que muchas
veces es la única forma posible de identificación de las víctimas de muerte violenta,
habituales en determinadas zonas del planeta.
Tampoco comprendí inicialmente el horror escondido en el
abrazo de dos hombres, uno con cara tapada que resultó ser un verdugo. El otro,
con rostro descubierto y una expresión mezcla de abatimiento y espanto, es el
condenado.
O de aquella otra, en la que la distancia de la cámara hace
pequeñitas a las figuras, separadas en dos grupos, tres en el suelo semejantes
a muñecos, dos colgando cual crisálidas.
En la esquina inferior izquierda, la policía ha llegado a la
escena de un ajuste de cuentas saldado con cinco cadáveres. Y observa.
Y la última que comentaré de este grupo. Un abrazo tierno, y
joven porque la pareja es joven, entre la devastación de un hundimiento, unos
ojos cerrados con delicadeza, un brazo posado con suavidad en el pecho y la
cabeza del otro.
Una dulce escena, hasta que me enteré de que el derrumbe de
la fábrica en la que trabajaban se los había llevado unidos hacia la eternidad.
En mi tercer grupo incluyo las fotografías que me sugieren
palabras, normalmente una sola palabra. No me ocurre muchas veces y es una
reacción instintiva que no pasa por la razón.
Dos imágenes me hicieron pensar en la pequeñez.
Las dos con extensos paisajes, deshabitados y nevados, en
una la nieve se expresa en grises del blanco y negro y en la otra en los diversos
tonos del azul cielo. En aquella, dos lobos solitarios se alejan; en esta,
cuatro trineos se acercan y se dibuja sobre el terreno la sombra borrosa de un
helicóptero.
En ambas, la pequeñez de los seres vivos contrastada con la
inmensidad de la naturaleza. Y la idea de un camino que nadie recorrerá
después.
Una habitación sin adornos, dos cajas alineadas colmadas de
juguetes sin orden ni concierto, y una estantería situada a una altura no apta
para tamaños infantiles, con libros colocados en horizontal unos sobre otros, son
parte de otra de las imágenes que pudimos contemplar. En primer plano, una niña
sentada en el rincón.
Con los pies cruzados, la cabeza gacha, la mirada oculta, las
yemas de sus manos unidas en un triángulo como única diversión, su soledad es
el elemento más destacado del mobiliario.
Después del recorrido por la exposición, un café en la
terraza del Círculo puso fin a nuestra tarde compartida.
Para no perder la costumbre, obviamos el ascensor; pero a
diferencia de otras veces, fue una escalera imperial, con estatuas clásicas y
espejos en los descansillos, la que nos condujo hacia alturas desde las que contemplamos
el cielo y los tejados de Madrid.
También los árboles del Jardín Botánico y del Retiro, cuyas
copas empezaban a mudarse de otoño.
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PS.: Ya sé que es muy complicado imaginar las fotografías a
través de una descripción. La buena noticia es que están todas (y más) en
Internet:
http://www.furiamag.com/todas-las-fotos-ganadoras-del-world-press-photo-2014/