sábado, 25 de febrero de 2012

¡Guillermo sabe leer! ¡Bien!

Creo que, en general y por diferentes motivos, a los seres humanos nos resulta bastante difícil expresar los hechos y los sentimientos –universales o personales- que más nos importan. El arte es una buena ayuda en estos menesteres, a través de cualquiera de sus medios de expresión. Si el medio es la lengua escrita, nos encontraremos con la literatura.
Pero cualquier lengua es mucho más que la literatura. Ellas nos permiten movernos por el mundo; comunicarnos con otros y hablar con nosotros mismos; aprender, pensar y seguir aprendiendo; condicionan la expresión de la realidad y la reflejan; con la incorporación de neologismos, nuevas formas de expresión y adaptaciones gramaticales, nos informan de cambios a través de la historia… Acompañando su evolución siempre están los cambios históricos, que recogen pero no determinan.
En la última etapa de estudiante, me encontré con el mejor profesor que nunca he tenido. Nos hacía trabajar una barbaridad pero, al final de curso, aprobamos todos: era profesor de lengua. A él le apasionaba su asignatura y a mí, que nunca me había gustado especialmente, me descubrió su belleza.
Cada idioma tiene el privilegio de expresar el mundo de una manera única y nunca podremos superar las limitaciones que este hecho nos impone. Personalmente, sólo me queda el consuelo de intentar profundizar en el conocimiento del propio.
El castellano es una lengua flexiva que diferencia el género gramatical, en el que el masculino generaliza e incluye. Nombres y adjetivos fundamentalmente, pero también artículos y pronombres, clasifican las palabras en “masculinas” y “femeninas”. Así hablamos de hombres y mujeres.
Para nombrar animales, algunas veces una letra diferencia el género (gramatical); otras sólo tenemos el masculino –añadiendo, si queremos puntualizar, “macho o hembra”-; y en otras muchas ocasiones, el femenino tiene la exclusiva.
Las cosas (que, hasta dónde yo sé, carecen de sexo) también tienen género gramatical aleatorio, determinado por el artículo y explicable por el uso y la evolución. Así, existen nombres de elementos inanimados que en un idioma son masculinos y en otro femeninos. Por poner dos ejemplos: la leche es femenina en castellano y masculina en italiano. Con los mapas sucede lo contrario.
Hace algunos años alguien decidió que género gramatical y sexo eran el mismo concepto. Que el castellano actual no era la consecuencia de la situación social y legal de la mujer a lo largo de los siglos. No. Lo que ocurría era que la lengua era machista per se.
Presiento que ese alguien también era firme seguidor de las corrientes ideológicas (supuestamente progresistas) que surgen en el imperio colonial cultural que desde hace años es Estados Unidos. Y el inglés, como todos sus eternos estudiantes sabemos, no distingue géneros gramaticales.
Terror, horror, pavor, ¿qué se podía hacer? Cambiar toda la estructura social, con los distintos intereses (incluidos los económicos), de la noche a la mañana, era impensable. Se podía intentar la imposición del inglés pero resultaría muy caro, nuestro tremendo retraso en este tema hubiera hecho difícil el objetivo y, sobre todo, no hubieran podido controlar la generalización de su uso.
Hasta que, pensando pensando… encontraron la solución: cambiar el idioma por la vía administrativa.  Se inventó una forma de escribir las comunicaciones oficiales para adaptarlas a los fines buscados, y tuvimos que tragarnos los múltiples os/as (cuando no la arroba) en escritos vacíos de contenido.
Los que se consideran a sí mismo más progresistas decidieron apuntarse al carro, ir más allá y trasladar estas maneras a la lengua hablada. A partir de ahí, discursos vacíos -¿casualidad?-, deshilvanados, indistinguibles e insoportables. Y una comunicación oral aberrante. Mítines insoportables.
El otro día, Guillermo me contó que habían tenido una reunión de delegados del instituto en la que, por turnos, tenían que leer un escrito del ayuntamiento. Cuando le tocó a él, leyó lo que ponía en el papel: “los/as compañeros/as” lo expresó en voz alta como “losas compañerosas”.
Los chicos se rieron mucho. El representante del ayuntamiento que estaba presente le dijo: “lee bien”; él contestó: “estoy leyendo bien".
Enhorabuena, Guillermo. Sabes leer.

lunes, 20 de febrero de 2012

Dos canciones y yo

 



María dice que hay veces y momentos, en la vida, en los que las cosas nos buscan. Si es así, este fin de semana me ha buscado Robert de Niro y una película me ha encontrado.
Por otra casualidad, han llegado hasta mí, una a continuación de otra, dos canciones con algunas cosas en común. También con diferencias.
En otro momento comentaré las mentiras por las que me gusta Sabina.  Ahora quiero comparar esas dos canciones. Una es Otra vez, de Coti; la otra, Amor se llama el juego.
Las dos son canciones de amor o de desamor o, mejor todavía, del final de un amor. Al escucharlas seguidas, llamó mi atención una cierta similitud en la secuencia de palabras de algunos versos, y decidí comparar las letras con mayor atención. La primera tiene un ritmo más animado; la segunda sólo se anima en el estribillo.
Las dos hablan de cenizas, pero mientras en Coti aluden a la voz quebrada, Sabina las identifica como lo único que el placer deja tras de sí, cuando el amor termina.
El primero habla de “ceguera” y se refiere, bien a la obnubilación que no deja ver más allá o (si tenemos en cuenta el resto de la canción) a no querer ver. El segundo habla de “ciegos” queriendo significar que, en estos menesteres, las cosas nunca se ven demasiado claras.
A primera vista (o mejor, a primer oído) no me llamaron la atención –evidentemente- estas dos palabras perdidas entre muchas otras, sino los estribillos. En el suyo, Coti repite “y otra vez seremos dos extraños / otra vez volver a hacernos daño”; Sabina afirma que “amor se llama el juego / en el que un par de ciegos / juegan a hacerse daño”.
En el primer caso, Coti habla del daño inevitable cuando el amor ha terminado. Sabina, de que el amor siempre duele aunque en algunos momentos pueda resultarnos divertido, entretenido y absorbente (justo como un juego).
Me gusta el verso “y otra vez seremos dos extraños”. Creo que explica de forma magnífica el dolor provocado por el alejamiento de alguien a quién desearíamos tener muy cerca.
Coti afirma “y otra vez, tú y yo, por el bien de los dos”, y Sabina “y cada vez más tú / y cada vez más yo”. El primero añora volver a la unión por el (supuesto) bien común. En el segundo, la forma expresa la distancia (no física) creciente con el tiempo y sin posibilidad de retorno (el siguiente verso acaba con cualquier ilusión: “sin rastro de nosotros”).
La canción de Coti habla de pertenencias materiales (que probablemente importan un comino en ese momento); de estados de ánimo tras el abandono y de ambivalencias; de pequeños (o grandes) tributos pagados al amor y de las justificaciones inventadas para seguir pensando por dos, cuando volvemos a ser uno. Añora también, y de una bonita forma (“que me olvide tu olvido”) la solución mejor (al menos para el que escribe).
Sabina habla del amor que, primero, cambia (“hace demasiados meses / que…”) y, después, se apaga (“pero el tiempo de los besos y el sudor / es la hora de dormir”) con el paso del tiempo (“dedos miserables que […] dan cuerda a mi reloj”); sin culpables ni inocentes porque, una vez metidos en amores, todos somos “carne de cañón”. Se limita a constatar hechos y a escribir, a destiempo, una canción prometida (a lo mejor cuando era el momento le faltara el tiempo).
 “Y no hay lágrimas que valgan para volver…” No hay posibilidad de arreglar lo roto. Serrat dijo lo mismo de otra manera, para otras circunstancias, pero de forma igualmente demoledora y bella: “Es insufrible ver que lloras / y yo no tengo nada que hacer”
Para resumir: Otra vez añora a la persona porque aún se ama; Amor se llama el juego añora el amor mientras (todavía) se conserva a la persona. Si yo tuviera que elegir una de las dos canciones ¿imagináis con cuál me quedaría?

martes, 7 de febrero de 2012

Música de momentos (o momentos de música)

Mi padre tenía un MP3 con su música preferida, que yo le había grabado, que escuchaba habitualmente y que, a veces, utilizaba para hacer más llevaderos los momentos difíciles. A mí me gustaba oírlo cuando estábamos juntos. Algunas veces, incluso, nos colocábamos cada uno un auricular y lo escuchábamos a pachas.
La última vez que me lo prestó y lo usufructué, sonó una canción que me hizo pensar –una vez más-, en el poder evocador (tan curioso, casi onírico) de la música. Era una canción en vasco que (supongo) se titula (algo así como) Euría da ta euría (al menos eso es lo que más suena). No tengo ni idea de euskera.
Al escucharla veía un semisótano de una casa, un sofá, una chica cuyo nombre recuerdo (pero cuya pista perdí, en el espacio y el tiempo) y un chico del que no recuerdo nombre: sólo que tocaba la guitarra para hacer sonar (entre otras, supongo) esta canción y Dos cruces.
Este recuerdo me llevó a otro. Mi hermana (con un vestido rojo) y yo (con uno azul), siendo dos niñas, cogidas una de cada mano de mi padre, yendo a la velada de la fiesta. Al torcer una esquina (recuerdo perfectamente cuál) oímos a la orquesta tocando Angelitos negros. Mi padre comentó “esta canción es muy bonita”. Y él también la cantó.
Las pasadas navidades escuche (después de muchos años), el villancico de José Luis Perales Canción para la Navidad. Y de pronto vi una mañana de mi juventud, una Nochebuena, una casa que no era mía (pero recuerdo perfectamente), una encimera amarilla típica de aglomerado, un radiocasete y a mí delante, dando la vuelta a la cinta para que volviera a sonar ese tema.
Cada vez que escucho Y nos dieron las diez, pienso en Arandilla, en un catorce de agosto, en dos chicos y en otra serie de cosas, muy diversas –y lejanas- entre ellas, pero siempre las mismas.
Noches de blanco satén (por supuesto, Moody Blues) está ligada, invariablemente, a La Vid, al día de san Agustín, a su fría plaza, a una noche de frío sólo aparente, a mis dieciséis años y a un acto de rebeldía.
¿Por qué, al escuchar estas canciones (sólo algunos ejemplos) puedo recordar nítidamente tantos detalles, intrascendentes en su mayoría, cuando no banales? ¿Por qué estas músicas y estas situaciones, y no otras? ¿Por qué –justo- esos momentos y –justo- en esos momentos?
Tal vez porque cuando somos conscientes de la importancia de lo que nos sucede a la vez que nos ocurre, nuestra atención capta aspectos (objetivamente) importantes. Tal vez, entonces, la música quede como evocadora de estados de ánimo; como pegamento, indeleble, de instantes a nuestro recuerdo.

Y, si los recuerdos son la única forma de conservar lo que fuimos, me pregunto qué músicas me llevarán a qué gente, a qué situaciones, a qué sentimientos, cuando mi actual presente se haya transformado en anónimos días de mi pasado.