sábado, 29 de junio de 2013

Altibajos




Semana de locos, que empezó en sábado y terminó en viernes.
Primer día, 10 PM, concierto en Madrid. Cuatro chicas estupendas dispuestas a disfrutar de su propia compañía, noche de temperatura fantástica (por fin), el tiempo por delante y un Auditorio Nacional que respiraba música.
Sillas portátiles, pantalla gigante y un piano esperando intérprete en el exterior; más sillas de quita y pon y más instrumentos en el hall interior. Además de las distintas músicas que habían sonado durante la jornada en estos dos atípicos espacios, en la Sala de Cámara habían sido interpretadas las treinta y dos sonatas de Beethoven y en la Sala Sinfónica, sus primeras ocho sinfonías, todas dirigidas por Jesús López Cobos.
Para el final quedaba La Novena. Escucharla y sentir la emoción que se produjo cuando terminó, con el Auditorio al completo, puesto en pie, y aplaudiendo desde el momento en que sonó la última nota fue, sencillamente, un privilegio.
La prisa por saciar el hambre y un mal cálculo del tiempo hicieron que nos perdiésemos, una vez en el exterior, al Coro de RTVE interpretando a Verdi y Wagner, y los fuegos artificiales (que sólo escuchamos) acompañados de la música de Haendel.
Pero somos chicas vitalistas y como el cielo, además de todo, nos premió con una luna llena como no volveremos a ver en quince años, decidimos terminar la noche tomando una cerveza en la terraza del parque, mientras disfrutábamos del brillo de Selene y de una conversación tranquila que no rehúye temas.
Domingo. Sudokus, crucigramas, dameros, periódico y mucho, mucho trabajo. Hecho y por hacer.
Lunes (tercer día). A las cuatro, en punto, de la tarde, examen de italiano. A las ocho, más en punto todavía, final del mismo; y el convencimiento de que la comprensión y la expresión escrita las aprobaría, pero que era muy posible que suspendiera la compresión oral, con el resultado evidente de que cuatro horas de trabajo no servirían para nada.
Y todavía me quedaba lo peor: la prueba oral.
Martes. Mañana histérica de nervios pensando en la tarde. Por fortuna y para mi sorpresa, a las cinco estaba tan tranquila que creí no ser yo.
A las seis y media, la sensación de que, esta vez, había conseguido sobreponerme a mis fantasmas y que, si tenía que repetir el examen, no sería precisamente por el ejercicio hablado.
Miércoles. Mañana de trabajo y tarde de más de lo mismo, comprando, guisando y cerrando historias, con la presión del tiempo añadida.
A las seis y cuarto, sin tiempo para valorarla y para disfrutar de la noticia, mensaje en el móvil mientras estaba en la papelería: complimenti, vi sei riuscita.
La enorme alegría inicial me llevó a expresar en voz alta la novedad, olvidando dónde me encontraba.
Veintiséis años después del comienzo, y con enormes intervalos en blanco por medio, tenía el título por el que había peleado y que me había permitido, más allá del idioma, aprender alguna lección importante para mi vida.
Y a la vez que el entusiasmo llegó la pregunta conocida: ¿para qué? (no ¿porqué?). A estas alturas ya conozco la respuesta. Y, aunque sé desde hace tiempo que no conseguiré lo que persigo, la diferencia es que ya no me importa.
Me acuesto muy tarde.
Jueves (sexto día). Me levanto muy temprano.
Continúa el elevadísimo ritmo de trabajo hasta la tarde.
A las siete, me convierto en la madrastra de Blancanieves en un mundo de estrellas.
Viernes (séptimo –y último- día). Mañana poco activa.
Hacia las siete de la tarde ¿Llamo a María? ¿no la llamo? ¿me apetece, hoy, comentar ciertas historias?
La llamo.
Y por el camino consigo, por fin, ponerle adjetivo a mi estado de ánimo.
Hablamos, acompañadas por un café de tres horas. Le cuento algo y responde “eso ya lo he vivido yo”.
Y por fin la semana termina,  con un relajante paseo nocturno por la laguna.
Mientras disfruto de la tranquilidad, del silencio y de la contemplación de las (pocas) estrellas, decido que la próxima vez que me sienta descolocada, me preguntaré cuál sería la interpretación (que no la actuación) de mi amiga ante esas mismas circunstancias.

lunes, 17 de junio de 2013

Peaje



Siempre me han caído simpáticos los dioses griegos.
Más allá de sus poderes mágicos que los identifican y, al contrario que los egocéntricos y exclusivos dioses monoteístas que crean a los hombres y los dejan, para la eternidad, solos ante el peligro, Sus Majestades Olímpicas comparten con los humanos vicios y virtudes y, cuando se compadecen o lo creen útil, les echan una mano en asuntos baladíes como la supervivencia, la victoria o el amor.
A veces se relacionaban con mujeres mortales, e incluso tenían hijos con ellas; pero esto no solía gustarles demasiado porque, al contrario que las diosas, envejecían.
Tanta promiscuidad dio nacimiento a toda una serie de dioses menores y seres mágicos que, en conjunto, siguen explicando muy bien nuestro mundo.
Así podemos explicar, por ejemplo, que a los cincuenta y…
- Morfeo nos acuna con pesadillas.
-  Atenea nos ha enseñado lo que nunca quisimos saber.
-  Hermes nos envía noticias que no querríamos conocer.
-  Zeus jamás se convertirá en lluvia de oro por nuestra causa.
-  Cloto teje más deprisa nuestras vidas, Láquesis mide lo que le queda por hacer en lugar de la longitud de la hebra y Átropos afila las tijeras.
-  Narciso no aparecerá en los charcos ni en los espejos, pero igualmente tenemos miedo al reflejo que encontraremos en ellos.
-  Hades nos espera al otro lado, mientras nuestra barca se acerca por la laguna Estigia y Caronte empieza a hacer cuentas con nuestra moneda.
-  Dédalo no nos es necesario, porque hemos hecho de nuestra vida un laberinto en el que no aparecerá una Ariadna salvadora.
-  Eros y Afrodita nos cobran las facturas pendientes.
-  Pandora cedió hace mucho tiempo a la tentación de la curiosidad y nos ha regalado ya unas cuantas malas vivencias.
Pero en el fondo de su caja podremos encontrar, junto a la esperanza de algún instante irrepetible, la posibilidad de mirar al cielo en una noche estrellada y disfrutar mientras contemplamos constelaciones eternas, situadas en el mismo lugar desde antes del nacimiento de Gea y del mismísimo Zeus.
Andrómeda, Casiopea, Cisne, Orión, Pegaso, Centauro...
Feliz cumpleaños, Mari Pili

sábado, 8 de junio de 2013

Una historia muy normal



Ella era una chica normal, ni guapa ni fea, ni alta ni baja, ni lista ni tonta. Normal.
Había venido al mundo en una familia normal, en un pueblo normal de una provincia normal de pongamos (por acotar un poco sus circunstancias) España. Y, como en cualquier caso normal, había nacido y crecido; todavía no se había reproducido cuando la historia comienza y, evidentemente, tampoco se había muerto.
Eso sí, cuando tuvo los años convenientes, el trabajo oportuno, las circunstancias favorables y la decisión necesaria, se independizó de padres y hermanos.
También él era un chico normal. Ni rubio ni moreno, ni flaco ni gordo, ni alegre ni triste. También él había nacido en un lugar indeterminado y había cumplido las dos primeras funciones características de cualquier ser vivo. También tenía una familia.
Ambos eran normalmente diferentes.
Vivieron sus vidas, perfectamente desconocedores el uno del otro, hasta que un día normal de una semana normal de un año cualquiera, el azar cruzó sus caminos.
Tras un tiempo más o menos largo, que no viene al caso y que podemos omitir, debido a circunstancias incontrolables y desconocidas ambos sintieron, a la vez, el aleteo de mariposas en sus estómagos.
Mientras se olvidaban del mundo continuaron a duras penas con sus quehaceres habituales, y redujeron el sentido de sus vidas a la presencia del otro, a sentir al otro,  arrebujados, él y ella, en carantoñas de final conocido.
Aquellos días sólo importaba una voz, una mirada, una sonrisa, una caricia.
Las de él. Las de ella. Par él. Para ella.
Como colofón lógico de tanto afán, decidieron vivir juntos y compartir las veinticuatro horas del día y el espacio de toda una casa.
¡Un lujo!
Llegaron los hijos consecuencia, en parte, de esta nueva forma de existencia que se habían buscado. Y los hijos agregaron ingredientes desconocidos al guiso de la convivencia: un cargamento de ternura, infinitas necesidades por satisfacer de inmediato y el descubrimiento, simultáneo para él y para ella, de que otro tipo de amor y dolor eran posibles.
Con la casa, con la convivencia, y con la prole y su crecimiento, apareció la novedad o la confirmación de que, no obstante lo juntos que hubieran estado y lo unidos que pudiesen sentirse, él y ella seguían siendo dos.


Y constataron las diferencias:

-       Cariño, tenemos que ir a comprar…
-       ¿Ahora? Con lo cansada que estoy…

-       Amor, hay que llevar a la niña al parque…
-       Mejor vas tú, que así charlas con tus amigas ¿?

-       Mi vida, el domingo he quedado con mis padres a comer…
-       No puede ser, porque el niño tiene partido.

-       Podíamos ir el sábado a ver una película que me han dicho ...
-       Pero… es que juegan el Real Madrid y el Atleti.

Un día. Y otro. Y uno más.


Finalmente, él y ella, con mucha inteligencia o con mucha comodidad, negociaron, y se dividieron la mayoría de los trabajos en función de los intereses personales de él y de ella. Claro que siempre surgían flecos de conflicto, pero ¡qué más podían hacer!
En todas estas idas y venidas, con niños o sin niños, él y ella volvieron a abrir sus traayectorias al mundo; conocieron, e incluso frecuentaron gente nueva que les demostró que seguían existiendo diferentes maneras de compartir la vida.
Y, en algún instante de estas idas y venidas, él y ella, mirando en su interior en momentos diferentes, vieron la misma realidad. Las mariposas habían volado.
No sabían cómo, ni cuando, ni porqué, no las sintieron marcharse pero, de golpe, él y ella supieron que había desaparecido la excusa para su vuelta.
Sólo quedaban recuerdos. Los de ella. Los de él.
Con el paso de los años los niños, sin abandonar el nido habían aprendido a volar. Y querían volar. Y, mientras volaban peleaban, con ella y con él, por su interpretación del mundo.
Como la buena gente normal, en aquel momento, ella y él pensaron:
¡Bien! Por fin volvemos a recuperar nuestro tiempo.
Pero ya no había “nuestro tiempo”. Había el tiempo de él. Y el de ella.
Porque para entonces, entre él y ella, la conversación más interesante se refereía a la elección de canales en la televisión o a los alimentos que faltaban en la nevera; porque los temas se reducían a un intercambio de frases hechas, sin interés real por las respuestas, sobre de dónde viene él o a dónde va ella. Porque, por el camino, se había perdido cualquier rastro de interés compartido por él y por ella.
Porque, en los metros cuadrados de la casa, la de ella y la de él, se habían instalado años luz de distancias.

P.D.: Los detalles puntuales de esta historia son perfectamente cambiables, pero me temo que el final seguiría siendo el mismo.